En un pueblo de Murcia de cuyo nombre no me acuerdo, mis hijas participaban en un concurso de ballet. Decenas de niñas, una detrás de otra, bailaban la misma pieza musical, con la misma coreografía. Un pequeño martirio que, por haber sido soportado dos veces al año durante casi una década, me haría merecedor de que se tatuaran “amor de padre”. Yo vivía tan ocupado que aprovechaba los festivales para leer, arreglar la agenda, ir a la peluquería o hacer compras. En Murcia aproveché para lavar el coche, hasta por dentro. A media mañana coloqué el coche en un callejón sin salida, a los pocos minutos apareció un vecino con su furgoneta. Mi coche obstruía su paso y me ofrecí a apartarme. “No se preocupe. No tengo prisa. Ya tengo el día hecho”-me contestó el paisano. Aquel momento fue como una epifanía. Y ese señor se convirtió en mi ídolo. ¿Cuántos años hacía que yo, el coach y empresario, no tenía prisa?
En la antigua Roma, vacación, del latín vacatio, se refería al tiempo en que un cargo estaba vacante o desocupado. Vacacionar o vacare significaba estar vacío o desocupado. Las vacaciones nacieron para vaciarnos y desocuparnos, para disfrutar del hecho de no hacer nada. Dolce far niente le llaman. Cada verano, mis tíos iban una quincena al balneario de Benasal, a no hacer nada. Los padres de mis amigos que tenían “pueblo” marchaban allí por un mes, a no hacer nada. La abuela de un amigo madrileño venía a La Pobla de Farnals durante todo julio y agosto, a no hacer nada.
Pero los tiempos han cambiado, ¿cómo un hipster y una instagrammer (profesional o aficionada) va a desperdiciar sus vacaciones en hacer “nada”? Las vacaciones ya no son para desocuparse. Son para visitar destinos lejanos (y cansados), para asistir a festivales de música, para bañarte en calas que están a dos horas de ida y dos de vuelta de tu casa, para no perderte el atardecer en el chiringuito de moda, para bailar hasta el amanecer y para visitar a todos los amigos con chalet o apartamento en playa o montaña.
El hombre y la mujer moderna no soportan sentir que han perdido el tiempo, que no han hecho nada, que no han disfrutado como se merecen. “Después de trabajar tan duro durante todo el año, me he ganado un buen baño de hedonismo”. Así, tarjeta de crédito en mano y cueste lo que cueste, nos aprestamos a ir tachando de nuestra lista las experiencias que merecemos vivir. ¡Será per diners!
Disponemos de una lista interminable de momentos a Instagramear, un listado que no para de crecer al observar el Instagram de amigos y conocidos. Hay tantas experiencias que tachar que nos van a faltar años con sus veranos y puentes. Navidades en Pirineos, pascuas en Ibiza, tres semanas de verano en Tailandia y Vietnam y puente de octubre en Formentera. Para el futuro, no olvidar visitar todas las capitales e islas de Europa. Y, por supuesto, disfrutar del despertar gastronómico que nos ha provocado Master Chef y nos impulsa a visitar restaurantes de media España. Y si una semana de vacaciones o un puente te quedas en Valencia, desayuno en La Más Bonita, comida en Panorama y cena en Salvaje.
Así, tenemos tres tipos de personas en verano: los que se vacían y no hacen nada; los que se llenan y se ocupan; y los peores, los que no paran ni a vaciarse ni a cultivar su hedonismo. El jefe de una tribu india, que observó durante meses como se comportaba “el hombre blanco”, concluyó: “Siempre están buscando algo, ¿qué están buscando? Los blancos siempre quieren algo, siempre están inquietos y agitados. No sabemos qué quieren. Pensamos que están locos”. Síndrome de hiperactividad le llamo yo, y víctima he sido de él durante años.
Este agosto, me temo que me tocará ser una combinación de los tres tipos de personas. Confío en no tener que esperar a los 65 años para ser como las personas de antes, y poder disfrutar un largo verano en “no hacer nada”. Señal sería de que “tengo todo hecho” y habré alcanzado a mí idolo, el paisano de Murcia.
Nos vemos en septiembre.