Pasamos media vida hablando con nosotros mismos, y lo solemos hacer a través de palabras. Me discutían que sin palabras no se puede pensar, pero no es cierto. También, podemos hacerlo a través de imágenes y otros sonidos, de lo contrario, un sordo analfabeto no pensaría. Pero la palabra es el principal medio del pensamiento.
Las palabras nos hacen la vida más fácil. Sin ellas sería difícil dar instrucciones precisas sobre cómo montar una máquina o llegar a una casa. Pero las palabras no nos permiten describir las formas de una cara y que un tercero reconozca a quien me refiero. El mismo sonido significa cosas diferentes en distintos idiomas, “oui-we-hui” significa “sí” para los franceses, “nosotros” para los ingleses y “hoy” para los valencianos. Éstos llaman a la silla de diferentes maneras, “chaise”, “chair” y “cadira”. Las palabras y la realidad no están conectadas de forma universal y natural.
Las palabras representan a la realidad, pero no son la realidad. En Berinmo, una lengua de Papúa-Nueva Guinea, sólo existen cinco palabras para describir los colores. En Bambara, un conjunto de hablas de Malí, solo tres: dyema, para blancos y beiges; blema para rojizos y marrones; y fima, para verdes, índigo y negro. Que no dispongan de una palabra para describir un color, no significa que sus ojos no perciban los matices de color.
Con palabras clasificamos los colores, y también las emociones. En cuanto sentimos una emoción, nuestra mente la etiqueta automáticamente con una palabra. Parece lógico pensar que las emociones son como los colores, el color es el que es, independientemente de cómo le llames. Pero no es así. Las palabras que usamos condicionan cómo percibimos y experimentamos las emociones. Un amigo te hace una jugarreta, y tú puedes decirte a ti mismo que te sientes traicionado o decepcionado o sorprendido. La mala pasada que te jugó es la misma, pero el dolor que te produce es diferente según la palabra que usaste.
No es lo mismo decir que “aunque mañana lloverá, hoy hace un buen día”, que manifestar que “ hoy hace un buen día, pero mañana lloverá”. La forma en que nos hablamos influye en cuánto peso ponemos en el lado bueno o malo de la balanza de la vida.
Sabemos que son más emocionalmente inteligentes los niños que saben nombrar las emociones que sienten, que aquellos que no saben etiquetarlas. Por eso cuando damos clase en los institutos ayudamos a los adolescentes a reconocer y nombrar las emociones. Resulta curioso que la intensidad con la que sentimos una emoción desagradable se suavice por el mero hecho de clasificarla, algo que sabemos porque cuando etiquetamos una emoción la reactividad en la amígdala del cerebro se reduce. Parece ser que nos calma saber cuán mal nos sentimos; pues lo preferimos a sentir que estamos mal, pero no en qué medida. Al etiquetar, clasificamos; y al clasificar, nos calmamos.
Una mesa es una mesa independientemente de cómo la llames. Las palabras nacieron para reconocer y describir los objetos materiales. Luego, las palabras devinieron en elementos que pretendían señalar vivencias y sensaciones. Pero no resulta tán fácil concretar si estás enamorado, si la amas, o si la quieres, que decir que es tu novia. Finalmente, las palabras se tornaron tan poderosas que crearon conceptos que forman parte de nuestro acervo común; conceptos e ideas que difícilmente anidarían en nuestras mentes si no existiera la propia palabra. Nunca escuché a mi abuelo decir que se encontraba estresado, que sus empleados no estaban motivados o que su mujer parecía deprimida; pero sí que andaba nervioso, que alguno no tenía ganas de trabajar o que Pura estaba triste. Solo los hombres modernos sienten estrés, motivación o depresión, porque esas palabras se han incorporado recientemente a nuestro lenguaje común (y en algunos idiomas aún no lo han hecho). Asignar palabras a experiencias contribuye a que algunos significados cristalicen.
Tus emociones son resultado tanto de lo que vives cómo de qué palabras eliges para describir tus experiencias. Ante una misma afrenta, te puedes sentir humillado, enfadado o molesto. La calidad de tus relaciones depende de cómo calificas lo que hacen tus compañeros de viaje; cuando tu amiga se muestra firme, puedes pensar de ella que es desagradable, asertiva o segura de sí misma. Cuánto disfrutas de tus aficiones, puede depender de si cuando hablas de ellas dices que te gustan, te entusiasman o te apasionan. Cuidar tu vocabulario puede transformar la forma en que piensas, la manera en que te sientes y el modo en que ves la vida. Así que, ojo con lo que te dices.